“Los labios mentirosos son abominación al Señor, pero los que obran fielmente son su deleite” (Proverbios 12:22).
Cuando pensamos en corrupción política, casi siempre imaginamos sobres manila, contratos amañados y funcionarios esposados camino al tribunal. Sin embargo, esa es solo la fase terminal de una enfermedad que comenzó mucho antes, en un lugar mucho más silencioso y peligroso: la corrupción del pensamiento y del discurso.
Antes de que se corrompan las cuentas bancarias, se corrompen las palabras. Antes de la comisión del delito, se tuerce la conciencia. Y cuando esa corrupción del lenguaje entra por la puerta grande en los espacios cristianos, el daño se multiplica.
Partidos “puros” que juegan sucio con el lenguaje
Hoy existen partidos que se presentan como “puros”, defensores de filosofías de derecha, con discursos de orden, libertad y familia, e incluso con un claro matiz religioso, aunque insistan en que “no mezclan religión y política”. El problema no es que se identifiquen con una determinada corriente ideológica; el problema comienza cuando las definiciones de esos términos que deberían identificarlos resultan sencillamente falsas.
Se habla de “conservadurismo” mientras se ignora por completo la tradición intelectual que va de Edmund Burke a Roger Scruton, pasando por toda una herencia que entiende el conservadurismo como amor a la verdad, respeto a la ley, al orden moral y a las instituciones, no como mero resentimiento identitario ni como eslogan electoral.[1] El conservadurismo serio es una defensa de la herencia moral de Occidente, del estado de derecho y de la relación necesaria entre libertad y orden, nunca una colección de consignas a la carta para la coyuntura del día.[1]
Aquí solo hay dos posibilidades.
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O se habla así por ignorancia: se usan etiquetas sin haber hecho la tarea mínima de leer y entender qué significan.
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O se habla así con pleno conocimiento: se vacía de contenido un vocabulario con historia para ponerlo al servicio de una agenda de poder.
En el primer caso, la mínima honestidad exige abrirse a la corrección. En el segundo, ya no es un simple error; es un engaño deliberado. En ambos, el resultado es la corrupción del pensamiento de quienes escuchan.
Desde una perspectiva bíblica, lo que está en juego es gravísimo. “Los labios mentirosos son abominación al Señor, pero los que obran fielmente son su deleite” (Proverbios 12:22). Cuando una organización política construye su identidad sobre definiciones manipuladas, está empezando en terreno que Dios mismo llama “abominación”, aunque todavía no haya una sola acusación formal.
Cuando no se permite la corrección, la mentira se institucionaliza
Si las definiciones son incorrectas y, aun así, no se permite la corrección, tenemos otro problema mayor. Si el error es por desconocimiento, lo lógico es recibir el señalamiento con humildad, reconocer la limitación y, al menos, afinar el discurso. Cuando, por el contrario, se responde con burla, descalificación personal o silencio estratégico, el mensaje es claro: la verdad importa menos que la narrativa.
Os Guinness advierte que una cultura que renuncia a la verdad queda condenada a moverse entre la propaganda y la manipulación, porque, sin verdad objetiva, no existen límites morales firmes para el uso del lenguaje.[2] En Time for Truth insiste en que buscar la verdad, hablarla y vivirla es el secreto más profundo de la integridad y el nivel más alto de responsabilidad personal.[2]
Esta renuncia a la corrección convierte la mentira en política oficial. Lo que comenzó como una opinión descuidada pasa a ser línea de partido, dogma interno, criterio de lealtad. Corrompido el lenguaje, se corrompe la capacidad de examen y el militante termina repitiendo eslóganes sin saber que, al hacerlo, ha entregado su conciencia.
No es casualidad que la Escritura vincule la verdad y la libertad: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Donde la verdad es negociable, la libertad se convierte en una palabra más del discurso, no en una realidad moral vivida.
El problema se agrava cuando el discurso corrupto entra a la casa de Dios
Hasta aquí, podríamos pensar que se trata de una lucha más en el paisaje político. Sin embargo, el problema adquiere otra dimensión cuando estos líderes y partidos llegan a las iglesias o al sector cristiano desde plataformas abiertamente identificadas como cristianas.
Si alguien habla en una emisora secular, en un canal generalista o en una tarima partidista, el creyente puede escuchar, analizar y diferir. Pero cuando se le brinda un espacio en una convención, una asamblea o en una página oficial del concilio, el mensaje llega al pueblo evangélico con un sello implícito de confiabilidad. Muchos creyentes, que no tienen por qué ser expertos en economía política o teoría del Estado, asumen que si esa persona cita la Biblia, habla de “principios cristianos” y se le recibe sin cuestionamientos, entonces lo que dice debe ser correcto.
Jacques Ellul, en su estudio clásico sobre la propaganda, mostró que la forma más eficaz de manipulación es la que combina verdades parciales, símbolos religiosos y un lenguaje moral con intereses políticos muy concretos.[3] Esa mezcla genera una presión psicológica enorme porque quien se atreve a cuestionar la narrativa no solo parece estar discutiendo política, sino que parece estar traicionando a la fe.
Cuando los discursos con definiciones torcidas, historia mal contada y teología superficial se pronuncian desde plataformas cristianas sin filtros ni aclaraciones, la iglesia deja de ser columna y baluarte de la verdad y se convierte en caja de resonancia de proyectos humanos.
La responsabilidad moral de los líderes conciliares
Aquí entran en escena los líderes conciliares y religiosos. Si esto se está permitiendo “sin saber”, ha llegado el momento de abrir los ojos y educarse sobre estos temas. No es aceptable ampararse en la excusa de la ignorancia cuando se ostenta autoridad espiritual y se administra el acceso a las plataformas oficiales de un pueblo de fe.
El Movimiento de Lausana ha insistido con claridad: la integridad no es una mera palabra bonita en un comunicado; es un estilo de vida que une carácter, doctrina y práctica.[4] Los líderes cristianos son llamados a ejercer influencia con integridad, tanto en la esfera privada como en la pública, y eso incluye la forma en que seleccionan y avalan a quienes hablan al pueblo de Dios.[4]
La Biblia es contundente con los que descuidan esta función:
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“Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi rebaño, dice el Señor” (Jeremías 23:1).
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“Cazáis las almas de mi pueblo” (cf. Ezequiel 13).
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“Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas que echan a perder las viñas” (Cantares 2:15).
Y Santiago eleva todavía más la vara: “Hermanos míos, no os hagáis muchos de vosotros maestros, sabiendo que recibiremos mayor condenación” (Santiago 3:1). Quien decide quién habla en un concilio, en una cadena de radio cristiana o en un evento oficial del pueblo evangélico está ejerciendo una función de maestro por delegación. No puede hacerlo a ciegas, ni movido por simpatías políticas o por conveniencias inmediatas.
Cristianos “de plataforma” sin recomendaciones ni fruto
Hay un fenómeno preocupante que se está normalizando: se les abre espacio a personas que se presentan como “cristianas”, pero no se les piden referencias ni se examina su testimonio antes de permitirles el acceso a plataformas oficiales. Se cita la Biblia con soltura, se mencionan valores cristianos, pero con la misma boca se maldice, se insulta y se denigra a hermanos, adversarios y críticos.
Los requisitos bíblicos para el liderazgo no son negociables. Un obispo o líder debe ser irreprensible, sobrio, prudente, decoroso, apto para enseñar, no pendenciero ni amante de contiendas (1 Timoteo 3:1–7). Tito añade que debe ser “retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada” y capaz de exhortar con sana doctrina y de convencer a quienes contradicen (Tito 1:7–9). La lengua es parte integral de ese examen.
La literatura cristiana sobre liderazgo subraya lo mismo. John MacArthur, al hablar del poder de la integridad, recuerda que vivimos en una cultura que ha normalizado la falta de palabra, la promesa rota y la duplicidad en todos los niveles, y que esa misma mentalidad ha entrado en la iglesia, donde se prefieren líderes carismáticos pero sin carácter, en lugar de siervos discretos pero íntegros.[5]
Cuando una persona, con la misma boca con que cita la Escritura, maldice a otros, difama o manipula, Santiago se adelanta a nuestro análisis: “De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así” (Santiago 3:10).
Si los concilios y organizaciones cristianas no están pidiendo recomendaciones serias, ni revisando la trayectoria, ni mirando el fruto antes de entregar sus micrófonos, se están convirtiendo, quizá sin querer, en canales de corrupción del discurso y en puertas de entrada para futuros escándalos.
De la corrupción del discurso a la corrupción penal
Alguien podría decir que todo esto no pasa de ser un debate de ideas. Sin embargo, la historia reciente muestra otra cosa. Muchos casos de corrupción penal empezaron años antes con una corrupción silenciosa del discurso. Guerras de narrativa, justificaciones morales cada vez más flexibles, redefiniciones complacientes de “lo correcto” en nombre de la causa.
Os Guinness conecta directamente la verdad, la responsabilidad y la libertad. Una sociedad que renuncia a la verdad queda sin un estándar trascendente ante el cual rendir cuentas.[2] Ellul, por su parte, muestra cómo la propaganda, cuando se normaliza, va adaptando al individuo a un ambiente en el que lo importante ya no es la verdad, sino la eficacia del mensaje y la lealtad al grupo.[3]
En el lenguaje bíblico, es el escenario donde se “llama a lo malo bueno y a lo bueno malo” (Isaías 5:20), donde el “sí” y el “no” ya no significan nada, en abierta contradicción con la orden de Jesús: “Sea vuestro hablar: sí, sí, no, no” (Mateo 5:37).
Quien se acostumbra a mentir en el discurso, a torcer definiciones, a manipular textos bíblicos y datos históricos para defender su causa, no debe sorprenderse si un día se encuentra justificando también prácticas económicas o administrativas que traspasan la legalidad. La corrupción de los contratos es la consecuencia lógica de la corrupción aceptada en las palabras.
No es censura, es honestidad y coherencia
Todo esto no es un llamado a censurar posturas políticas específicas ni a cerrar espacios a quienes piensan distinto. Es, más bien, un llamado a algo mucho más sencillo y exigente: la honestidad y la coherencia.
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Que quienes hablan desde plataformas de concilios y organizaciones cristianas sean honestos no solo con los principios de la fe, sino también con las filosofías políticas y económicas que profesan. Si se llaman conservadores, que respeten lo que esa palabra implica. Si apelan a la Biblia, que no la usen como decorado.
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Que los líderes espirituales asuman su responsabilidad de examinar doctrina, carácter y trayectoria antes de otorgar legitimidad pública a través de las estructuras de la iglesia.
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Que el pueblo de Dios recuerde que la fidelidad a Cristo pasa por la fidelidad a la verdad, no por lealtades ciegas a partidos o figuras.
La corrupción que termina con individuos tras las rejas no comenzó en el tribunal; comenzó cuando se dejó de amar la verdad en el discurso. Si queremos ver menos vergüenzas públicas mañana, tendremos que exigir hoy una mayor integridad en las palabras, especialmente a quienes pretenden hablar en nombre de Cristo y de sus principios ante el pueblo de Dios.


